
Verónica había podido presentarle el sudario a Jesús. Los fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y sobre todo, de este homenaje público, rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras Verónica entraba corriendo en su casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Una conocida que venía a verla la halló así al lado del lienzo extendido, donde la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con este milagro, e hizo volver en sí a Verónica mostrándole el sudario delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de Sí mismo". Este sudario era de lana fina, tres veces más largo que ancho y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer a los afligidos o enfermos, o a limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el sudario en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los Apóstoles.
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