jueves, 3 de mayo de 2012

La resurrección


Traslado al sepulcro

"Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque 
en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para 
retirar el Cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron 
su Cuerpo. Fue también Nicodemo -aquel que anteriormente había ido 
a verle de noche- con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. 
Tomaron el Cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, 
conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido 
crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que 
nadie todavía había sido depositado. Allí, pues, porque era el día de la 
Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús."
(Jn 19, 38-42)

El descendimiento

Ha muerto pronto, más lo que era usual para un crucificado que tardaba en morir ahogándose por asfixia y cansancio algunos días. Los pocos que le eran fieles estaban al pie de la cruz y bajan –solicitado y obtenido el permiso de Pilato- el cuerpo muerto de Jesús. Contemplad los rostros, mirad la tristeza y la impotencia que sienten viendo la injusticia que se ha cometido con Cristo y cómo ha quedado su cadáver. Lo depositan en el regazo de su Madre. La Virgen María recibe el Cuerpo de Cristo. Lo recibe con la misma obediencia con que lo concibió por obra del Espíritu en su seno. Antes, todo fue luz; ahora, las tinieblas se ciernen sobre la tierra. 

La cruxificción


La Verónica


Verónica había podido presentarle el sudario a Jesús. Los fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y sobre todo, de este homenaje público, rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras Verónica entraba corriendo en su casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Una conocida que venía a verla la halló así al lado del lienzo extendido, donde la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con este milagro, e hizo volver en sí a Verónica mostrándole el sudario delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de Sí mismo". Este sudario era de lana fina, tres veces más largo que ancho y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer a los afligidos o enfermos, o a limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el sudario en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los Apóstoles. 

La tercera caída

Recorrieron un tramo más de cale y llegaron a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella hay una plaza abierta, de donde salen tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó; la Cruz se deslizó de su hombro, quedó a su lado y ya no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al Templo, exclamaron llenas de compasión: "¡Ah, mira este pobre hombre, está agonizando!". Pero sus enemigos no tenían piedad de Él. Esto causó un tumulto y retraso; no podían poner a Jesús en pie y los fariseos dijeron a los soldados: "No llegará vivo si no buscáis a un hombre que le ayude a llevar la Cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón el Cirineo, acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba atrapado en medio de la multitud y los soldados, habiendo reconocido por su vestido que era un pagano y un obrero de la clase inferior, lo agarraron y le mandaron que ayudara al Galileo a llevar su Cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban y algunas mujeres que los conocían, se hicieron cargo de ellos.